Las frondosas altas cumbres de los árboles cosquillean las nubes del cielo. Los coatíes campan curiosos por las ramas mordisqueando algún fruto. Al fondo, unos guacamayos saltan alegremente de rama en rama. Todo en perfecta armonía.
Poco a poco, el cielo se va cubriendo de nubes grises que oscurecen todo. Los monos aulladores braman la cercanía de la tormenta a varios kilómetros de distancia. Y de repente, los truenos. Las gotas se convierten en una cortina sonora, dejando mudos a todos aquellos seres que anteriormente se pronunciaron, sin excepción.
Y cuando la tormenta hubo descargado todo su enfado, los rayos de luz se acercaron a calmarla por completo. Tímida y sigilosamente se aproximaron, acompañándoles gentilmente a salir de aquel jardín del Edén.
El cielo se tornaba ahora sonrojado, ruborizado de la magnitud de todo su poderío. Ya cansado, los tucanes, guacamayos y otras aves salieron al vuelo, cantando suaves y melodiosas nanas al cielo, haciendo que poco a poco se fuera quedando dormido.
