sábado, 14 de junio de 2014

Infeliz

Infeliz, miserablemente infeliz. No había día que no se sintiera desgraciada por haber sido destinada a cumplir esa función. Y los dichosos humanos tenían la culpa de haberla condenado eternamente. En su pretensión por ser dioses comenzaron a desarrollar la tecnología, confiriéndole una cualidad de la cual  a ellos se los había privado el día de su creación. Había visto personas sonríentes, velas de cumpleaños apagarse, ojos anegados de lágrimas, amaneceres de luna, nacimiento de olas. Había visto todo lo que la codicia de sus propietarios había deseado. Recordaba a la perfección cada postura, cada tonalidad, cada detalle de lo que sus afortunados protagonistas habían vivido. 
Su castigo por haber intentado alcanzar el cielo debía ser semejante a la gravedad del pecado cometido: la inmutabilidad de las cosas quietas. Su existencia se limitaría a ver pasar los más bellos y trágicos instantes, sin poder sentir el calor de la llama, sin poder devolver esa sonrisa, sin poder consolar a esos ojos, sin poder conmoverse por la grandeza de los astros celestes...